sábado, 14 de agosto de 2010

Anécdotas verosímiles

Viendo últimamente cómo todos tienen vidas plenas y llenas de situaciones anecdóticas, me pregunté porqué la mía era distinta. No tardé mucho en darme cuenta: soy aburrido. Siempre escuchar o leer a los demás para ver lo lindo que puede ser la vida no es la rutina de alguien que cuenta lo propio, sino alguien que casi vive a través de los demás, obteniendo sus experiencias de la manera más absurda: sin obtenerlas. Es así que decidí animarme a escribir mi propia vida, con experiencias propias, sean verdaderas o no. Por eso es que acá estoy, escribiendo mi propia vida a través de un medio que me podría dar fama mundial, pero ni siquiera me permite ser atractivo para otras personas del ambiente.

Ya había terminado de laburar a las 17hs, cuando me acordé de que tenía que hacer unas cosas. En vez de tomarme el 93, decidí ir a pie desde mi casa (aprox. Parque Las Heras) hasta la facultad (Paseo Colón 850) para buscar la libreta que había dejado para que me firmaran una materia. Estaba seguro de que algo en el camino, ida o vuelta, me iba a pasar. Me encontraba por Las Heras y Pueyrredón, en la otra sede de la facu, esquina con múltiples accidentes de tránsito, cuando decidí tener una anécdota. Varias personas se encontraban manifestando en contra del contracarril en Pueyrredón. Me acerqué a ver qué pasaba. Solo para molestar, dije que el contracarril estaba bien pensado, que el problema de los accidentes era de los transeúntes/conductores, no de una línea amarilla en el medio de una calle. Los argumentos se tornaron más agresivos y menos lógicos. Para cuando me quise dar cuenta, eran treinta personas corriéndome por Pueyrredón. Crucé dos veces la calle. Se ve que una mujer se quedó mirando el problema, porque cuando quiso cruzar con semáforo a su favor, un colectivo la embistió. Me fijé bien: el colectivero me estaba mirando a mí. O sea que fui causa de un accidente. La línea del colectivo era 93, la puta que lo parió. Si me lo tomaba, no pasaba nada, ni me corrían, ni atropellaban a nadie.
Logré escapar de la masa furiosa de manifestantes, corriendo hacia Libertador. Cuando vi que los perdí, me relajé y caminé de nuevo. Mi problema fue que de tanto correr, no me di cuenta y estaba de la mano de la facultad de Derecho. Un amigo cursa ahí, así que fui a visitarlo.

Él:- ¿Qué hacés por acá?
Yo:- Me escapé de unos locos en contra del contracarril de Pueyrredón. En realidad estoy yendo a la facu a pata, a ver qué onda.
Él:- ¿Estás loco? Es re lejos. Mirá que creo que hay una protesta por Alem, no seas boludo.
Yo:- Sí, no importa. Nos vemos.

Partí hacia mi objetivo. A la altura de Retiro, quise ver si encontraba a alguien. Mucha gente de la facu viene de la provincia, así que van en tren hasta Retiro y de ahí se toman algún bondi que los deje. Me encontré con alguien, sí, pero no era amigo mío. Al principio se mostró amigable, claro, recién me conocía. Me aclaró de antemano que no me venía a pedir plata ni nada, pero que un cobre no le venía mal. Mentí que no tenía nada encima, a ver si me zafaba. No me creía mi mentira, así que insistía. Yo le daba a entender que éramos amigos, que no había problema, pero que no tenía nada. La discusión atrajo a un par más de amigos... suyos. Entre varios me estaban rodeando, no me dejaban irme. Yo me iba moviendo hacia la zona de las paradas de colectivos, esperando un milagro. No tardó en llegar: mientras ellos me rodeaban, un 152 atropelló a una persona que andaba por ahí. Todos nos quedamos viendo la escena. Como el todos incluyó a mis "amigos", aproveché y salí corriendo. Our friends me siguieron unos cuantos metros, toda la plazoleta que está ahí. Logré cruzar la calle mientras el semáforo cambiaba. Ellos quisieron alcanzarme, pero el tránsito les impidió el paso, cual mar contra los egipcios. Me quedé contemplando su frustración y escuchando sus hermosas palabras, deseándome lo peor a mí y a gran parte de mi árbol genealógico, sobre todo las mujeres. Ya había subido por las ramas hasta mi abuela, cuando decidí que quedarme era un peligro. Volví a correr un par de cuadras, cuando el cansancio me pudo.
Me encontraba a la altura del Ministerio de Trabajo, cuando vi lo que mi amigo me había predicho: estaban haciendo quilombo. Me sorprendió bastante, porque era tarde para que manifestaran. Cuando cursaba a la mañana, siempre estaban a la una de la tarde ahí, reclamando. Se ve que les gusta merendar y cenar, porque cuando iba más tarde, no estaban. Crucé la calle, a ver de qué se quejaban. Era fácil darse cuenta, los carteles eran grandes: pedían un aumento.Otro impulso pre-anecdótico me sedujo a armar quilombo de nuevo. La diferencia era que esta vez tenía que ser más precavido: eran más tipos, más intimidantes y yo estaba más cansado que antes. Me jugué por la cagona: me subí al 130 que pasaba por ahí, me arrimé a la ventana y, cuando el bondi arrancó, grité "¡dejen de quejarse y laburen, putos!". Al instante me metí en la multitud, esperando que nada pasara. No contaba con un pequeño detalle: al ser las 18.30, el tránsito es demasiado lento, por la cantidad de autos que hay. Así que el 130 arrancó y frenó a los dos metros, típico de un colectivero a la tarde, tirándose encima de quien esté adelante. Los delicados manifestantes se acercaron, se putearon con el colectivero dios sabe porqué y se subieron. Me escondí, como un ratón perseguido por un gato, en el fondo a la derecha, en el hueco. Por suerte, no me vieron y nadie me mandó al frente. Decidí quedarme ahí hasta llegar a la facu.
Una vez llegado, fui al quinto piso y dejé la libreta. Como tengo un problema con la inscripción de una materia, me fui al cuarto al departamento de computación a ver qué podía hacer. Dado que no son los más comprometidos, laboralmente hablando, estaba cerrado. Eran las 18.30 hs. Pregunté a qué hora suele estar abierto, y me dijeron que de 16 a 22. No puedo pedir más compromiso. Me retiré enumerando las ramas femeninas de las familias de los ausentes, para volver por fin a mi casa. Decidí que la vuelta tenía que ser en un medio de transporte, porque a pata no iba a llegar nunca, además de que los tobillos me pedían clemencia.
Fue así que la vuelta transcurrió sin más problemas que los usuales: demoras en Alem, Libertador, Pueyrredón y Las Heras. Para cuando volví a mi casa, ya estaba listo a sucumbir en la horrible rutina de no tener nada para contar de nuevo.