lunes, 13 de diciembre de 2010

Qué alegre es la niñez

Leer en exceso puede provocar ganas de escribir.

Wow, qué frase. Claro, uno lee algo y se le ocurre qué podría hacer uno con una temática parecida. La clave está en imaginarlo.
Precisamente de esto vengo a hablar. Siempre me caracterizó mi imaginación, a pesar de que no ando por la vida contando las cosas que se me ocurren. Algo bastante lógico, pues contarle al mundo las idioteces que me corren por la cabeza apenas veo un atisbo de idea no me parece muy prometedor, en cuanto a interés ajeno se refiere (incluso toda esta oración es un delirio de mis proyecciones mentales, o autocine, en su más profundo significado). No obstante, a veces resulta divertido repasar aquellos pensamientos que alguna vez nos atravesaron, quizás simplemente porque nos siguen pareciendo posibles, aún en un mundo de fantasía, el cual siempre es perfecto a nuestro parecer. Por supuesto, aquí es fundamental la memoria, que no puede ser más selectiva: poder acordarse cosas que ni siquiera ocurrieron, por ser simples frutos de la mente, es un proceso complicado. Creo que quizás por eso tengo buena memoria: pareciera ser un producto secundario de la imaginación. Ejercitando una, se ejercita la otra. Está en nosotros priorizar una u otra, o ambas.
Hay una saga, recientemente culminada, que me marcó de chico: Toy Story. Claro, todos los que fuimos chicos en esa época digamos que nos encantó. Y con un muy pequeño margen de error, puedo decir que TODOS tuvimos la fantasía de que nuestros juguetes también cobraban vida. Es muy probable que esta primera película haya sido como una ametralladora en mi cabeza, matando todo tipo de prejuicio juguetil. A partir de ese día, que por supuesto no puedo fijar en fecha ni hora, ni tampoco estimarlo, mi mente creó un mundo paralelo, que tenía vida cuando yo no estaba, o me encontraba desatento. Empecé a mirar fijamente a los juguetes, a aparecer de repente en mi pieza cuando no había nadie. Hacía lo imposible para encontrar a un pedazo de plástico moviéndose y decir "no era solo en la peli". Pero, tal como anticipé, mi mente fue progresando, no necesariamente hacia adelante. Llegó un momento (que cada tanto me sorprende volver a preguntármelo) en el que hasta el ventilador estaba conspirando contra mí. Se movía cuando yo me iba, cerraba los ojos, o apagaba la luz, y se frenaba cuando lo miraba. Claro que esta teoría caía cuando yo lo prendía: ahí no había excusas. Uno diría "que tierno que eras". Claro, que era. Hoy en día si me planteo algo así me dirían paranoico o pelotudo. Pero por suerte mi cabeza fue cambiando los delirios, aunque nunca los suprimió. De hecho, cada tanto me gusta fantasear con un mundo paralelo en el que todo sale como yo quiero. Muy probablemente lo haya creado como producto de diversas frustraciones, pero ahí todo me sale siempre. Ah, me equivoqué. Cuando dije "cada tanto" quise decir "todo el tiempo". Quizás ahora se entienda mejor lo anterior.
La llegada de la última película de Toy Story me devolvió mi preciado mundo de los juguetes vivientes. Por supuesto, ya no tengo los muñecos que tenía antes (gracias Cáritas, Tzedaká y quién sabe cuántos más), pero sí el recuerdo. Volver a acordarme de esas historias inventadas, alianzas, peleas y también escapadas de aquel niño que buscaba la forma de encontrarlos, sospechando que no existiera todo ese universo de plástico. Quizás fue eso lo que más me gustó de la película. De ninguna manera estoy desmereciendo la tercera parte de lo que resultó ser una trilogía, no. Esa peli me encantó, fue un muy buen final para una muy buena saga, aunque fue al pedo el 3D: no hubo efectos, era solo cambios de planos, pero no importa. Ver que ese mundo renacía (y paralelamente el mío también) me hizo volver a sentirme un nene, por un lado, y también a recordar historias que alguna vez creé y nunca quise desmentir.
Quizás fue eso, el recordar, el imaginar, o el recordar lo imaginado, imaginar el recuerdo, en fin, jugar con las muestras del pasado que quedan adentro de uno, ya sea para reflexionar o simplemente para tener un espacio propio en el que jugar cuando se quiera. Las reglas están limitadas por nuestra imaginación.